Todos los cisnes, por definición, eran blancos. Sin embargo, en 1697, un explorador holandés descubrió en Australia la existencia de cisnes negros. Se volvieron metáforas de lo impredecible, de lo inesperado.
La aparición de lo impensable y sus efectos en nuestras vidas es el tema del investigador Nassim Nicholas Taleb en el libro titulado El cisne negro. Taleb detecta varios cisnes negros que han aparecido en nuestra cultura: desde el Internet y la computadora personal hasta los ataques del 11 de septiembre. No estaban en el horizonte de nuestras expectativas, de lo históricamente registrado.
En el territorio de la ciencia, el descubrimiento insólito, sin ninguna lógica aparente, recibe el elegante nombre de serendipia, por no decir chiripada. Este término fue acuñado por Hugh Walpole, el hijo del Primer Ministro de Inglaterra bajo Jorge II. En una carta que escribe a un amigo el 28 de enero de 1754, señala que le sucedió un extraño juego de coincidencias que merece un nuevo nombre: "Este descubrimiento es de un tipo que llamo serendipia, una palabra muy expresiva. No tengo otra mejor. Te la voy a explicar: la vas a entender por inferencia más que por definición. En una ocasión leí un cuento llamado Los tres príncipes de Serendip: cuando sus altezas viajaban, siempre realizaban descubrimientos -por accidente y sagacidad- de cosas que no estaban buscando".
Estos personajes vivían en lo que hoy es Sri Lanka. Serendip era uno de los nombres árabes de Ceylán. El libro al que se refiere Walpole era una colección de relatos orientales. En el ensayo Serendipia, una palabra llena de gracia, el Premio Nobel de Química Roald Hoffmann, reconstruye la cadena del azar que asombró a Walpole. El novelista y cuentista inglés le confiesa a un amigo, que admiraba a una mujer que había vivido hace un siglo y a la que sólo conocía a través de una pintura: Blanca Capello (1548-1587). Ella fue la segunda esposa del duque Francesco de Medici de Florencia. El amigo de Walpole toma nota. Trece años después lo sorprende: consigue el cuadro y se lo envía de regalo a Londres.
Walpole está fascinado. Decide ponerle un marco digno con un rótulo que tendrá en un lado el escudo de armas de la familia Capello y en el otro el de la familia Medici. Sin querer, en un libro veneciano de 1578, encuentra dos escudos de armas de los Capello. Uno de ellos tiene una flor de lis agregada a una esfera azul. ¡La flor de lis era el emblema de los Medici! Por serendipia, por accidente, de manera imprevisible, descubrió el diseño que él tenía en mente. El duque de Medici le había añadido la pequeña flor al emblema de la familia Capello como reconocimiento de la alianza del matrimonio.
Los hallazgos inesperados siempre se encuentran más allá de lo que podemos imaginar. En el libro Los sonámbulos, Arthur Koestler planteaba que muchos de los grandes innovadores en el conocimiento se tropezaban con sus descubrimientos como si estuvieran caminando dormidos. Algunas de estas historias han conducido al Premio Nobel. Un ejemplo de ello ocurrió en 1965: dos radioastrónomos que montaron una gran antena escuchaban con desagrado un ruido similar al de la estática de un radio con mala recepción. ¿Sería la causa el excremento de los pajaritos? Limpiaron el plato. Sin embargo el ruido persistió. Les tomó un buen tiempo darse cuenta que lo que estaban escuchando eran los restos de la radiación cósmica dejada por el Big Bang que dio origen al universo. Penzias y Wilson habían encontrado un cisne negro en el cielo oscuro.
Al reflexionar sobre estos fenómenos, Hoffmann plantea que lo importante -después de que ocurre la serendipia- es estar abiertos a la posibilidad de una conexión imprevisible. La sicóloga Caro Kimball subraya que para ello es esencial cultivar el hábito de no descartar ideas "locas".