Sentado en la orilla de la butaca, aplaude muy emocionado con las palmas de las manos totalmente rígidas, como sólo los niños hacen. El telón se levanta y las luces se encienden para dar comienzo a la tan esperada matinée: Mary Poppins, que Pablo con casi 5 años de edad deseaba ver desde que un año atrás, antes de mudarse a la ciudad de Nueva York, su mamá le ponía en video.
No sé qué era más espectacular, la boca abierta y los ojos de asombro del niño al ver las luces, escuchar los acordes de apertura ("Just a Spoon Full of Sugar") que me remontaban a mi propia fascinación en la infancia, verlo admirar la magia de la escenografía de una calle inglesa o atender a la obra en sí.
"¡Se mueven como piezas de lego!", exclamó Pablo, maravillado al ver cómo desde la calle entrábamos mágicamente al interior de una casa. Todos los detalles que a su mamá y a los abuelos nos parecían normales, al niño le admiraban; era la misma sensación que produce ver por primera vez cómo sale un tallo verde de un frijol sumergido en un vaso con algodón mojado.
El asombro, ¡qué prodigio y qué privilegio! Estrenar de nuevo el mundo a través de los sentidos de un niño al que todo le emociona. Lo mismo un bicho que el sabor del chocolate amargo o el color blanco de la nieve. ¿A qué hora los adultos perdimos esta capacidad de gozo, de felicidad? Como si el mundo nos garantizara que estaremos aquí por siempre para disfrutar de él y sus regalos.
Tal como se había anunciado, ese día de enero cayó una fuerte nevada. Con el corazón encogido de saber que muy pronto nos despediríamos de la corta visita, y a pesar del frío gris que congelaba la cara, paseamos por la calle pintada de blanco con Pablo columpiándose de las manos de sus abuelos.
Con los cachetes colorados, caminaba feliz con la boca abierta para sentir la textura y la frialdad de la nieve que registraba por primera vez. Por un instante sentí como si me elevara y observara la escena a distancia. "La vida es bella", nos dijimos los abuelos con un intercambio de miradas, queriendo congelar el momento.
Recordé lo que dicen los maestros de filosofía oriental: la energía sólo tiene dos dimensiones, la horizontal y la vertical. Horizontal es el tiempo ordinario, es la línea en la que nuestra mente viaja al pasado y sueña con el futuro; es el día a día, es quedarnos en el pórtico de la casa sin ir más allá, es vivir dormidos, pendientes sólo de las cosas, del mercado, de la política, del prestigio y demás. Así vivimos la mayoría del tiempo.
En cambio, en la línea vertical, la energía viaja a las profundidades. Sucede en un instante de conciencia. Cuando en un breve momento despertamos y nos quedamos quietos, cuando podemos ver lo extraordinario en lo ordinario. Y cuando las dos líneas convergen se forma una cruz; es ahí, en el centro exacto de la misma, donde se encuentra la eternidad.
¿Cuánta belleza hay en el mundo que, por cotidiana, ya no asombra? La luna, el arte, el teatro, el campo, una manzana roja, meterse en unas sábanas limpias, admirar unas flores naturales sobre la mesa, el olor de un pastel que se hornea en la cocina, el abrazo espontáneo de un niño, o ver cómo Mary Poppins saca muebles de su maleta para acondicionar su cuarto.
La mala noticia es que, si bien nos va y con suerte, sólo contamos con unos 85 años para disfrutarla.
El asombro es despertar, contagiarse de la mirada de un niño y de la filosofía de la Madre Teresa: "Ser felices en el momento es suficiente. Cada momento es todo lo que necesitamos, no más", es lo único requerido para visitar la eternidad.
"¿A qué hora los adultos perdimos esta capacidad de gozo, de felicidad? Como si el mundo nos garantizara que estaremos aquí por siempre para disfrutar de él y sus regalos...".
Gaby Vargas